Un hombre apresurado subió los
escalones.
Toc, toc... Silencio. Toc, toc,
toc... Silencio. Pam, pam, pam... Tres manotazos bien dados al portón. Pasos
rápidos. Mirilla. Exclamación.
—¡Oh, señor Llanes! ¡Es usted!
Cerrojo, cerrojo, llave, dos vueltas,
chirridos. Se abrió la puerta y una mujer apareció en el umbral.
—¡Discúlpeme, señor Llanes!
Estaba traspuesta…, pero, ¿se encuentra bien?
El hombre bajito, enjuto,
demacrado, sólo consiguió jadear:
—La encontré…, la encontré...
Inesperadamente empujó la puerta
abriéndola de par en par y pasó como un huracán junto a la mujer. Ésta la cerró
y le siguió.
Lo encontró en la biblioteca, ya
sentado a la mesa, con un pequeño cartapacio sobre el que apoyaba sus manos
enguantadas. Y unas gafas sobre su nariz.
—¡Doña Ángela, encontré la carta!
—exclamó en cuanto ella se sentó.
Abrió el cartapacio, dentro había
una carpeta de cuyo interior extrajo un papel amarillado.
—La amabilidad del Secretario me permite
traerle el original, como favor a su persona —apuntó una sonrisa—. Leo sin más
preámbulos.
Amada Ángela
Siempre permaneces en
mi pensamiento, tú y los niños.
Dos años han pasado desde
que partimos de España, uno desde que, comisionados por Don Bernardo, arribamos
a estas tierras de nombres tan sonoros, Las Carolinas, la Virginia, Pennsylvania
y ahora Nueva Jersey.
Campiñas, montes,
bosques, ¡qué verdor! ¡Cuánto me recuerdan nuestros valles allá los Pirineos, la
Val d’Echo, el Aragón…!
Jamás pensé que esa
enrevesada lengua de los ingleses, que aprendí años atrás mientras fui su
prisionero, me haría merecedor de esta encomienda, aplicarnos al servicio de la
revolución americana y de su comandante, George Washington, para servir así a
nuestro Señor, Su Majestad el Rey.
Mi estimado Pedro… sirve de escribano para hacerte llegar estas letras que le dicto, yo no puedo,
estoy agotado, ha sido un largo día, un calor insoportable…
El Ejército
Continental al mando del General Washington ha librado y ganado hoy una batalla
más contra los ingleses comandados por Clinton y Cornwallis, y, para mí, ha sido la última.
Siempre he cumplido mi
deber sin vacilación, aún a riesgo de mi vida.
Militar soy, en mi
alarde muchas campañas llevo, tantas balas han silbado en derredor nuestro y
tantas ocasiones salimos indemnes…hasta ahora.
Fusileros reales han dirigido fuego hacia los oficiales que asistíamos al General, mientras mandaba en
persona las tropas que contenían el ataque de los ingleses, para permitir a los
hombres de Lee cruzar el Ravine y tomar nuevas posiciones, y allí fue, una
bala perdida…
El General me ha
visitado, y me ha dado las gracias… ¡por recibir una bala en su lugar! ¡Qué
gran hombre…!
Un honor inmerecido…, a
cualquiera puede alcanzar una bala…, le he contestado. Me ha enviado sus
médicos, pero…nada pueden hacer.
Un capellán francés me
ha puesto en paz con Dios.
Mi servicio en estas
Américas llega a su fin, no como yo quería, regresando al hogar, a tu compañía
y la de nuestros hijos.
No llores por mí, no
sientas pena, te lo suplico. Estoy orgulloso de formar parte de esta
revolución, de personas y de ideas.
Vida, libertad,
búsqueda de la felicidad, derechos los nombra su Declaración de Independencia,
derechos que todos poseemos, dicen.
Amor mío, vivir con plena
libertad… mi vida a tu lado…, ésa ha sido mi felicidad…
¡Siempre te amaré!
Álvaro Ferrer y Sanvicente
Monmouth, 28 de junio
de 1778
El hombrecillo alzó la cabeza,
contempló cómo la mujer secaba sus lágrimas con un pañuelo.
—No llore, Doña Ángela.
—Lo siento, no puedo evitarlo.
—Lo comprendo —dijo, mientras
afinaba la vista para observar dos retratos en la pared.
Un hombre de pie, uniforme
militar, pose serena, pero determinación en su rostro, como si al instante
fuera a salir de la pintura.
El otro, una mujer sentada, muy
bella, lucía una plácida sonrisa. El hombrecillo contemplaba el retrato, en él
veía la mujer que tenía frente a sí. “Increíble”, pensó.
—El militar del cuadro, es el
capitán, ¿verdad?
La mujer miró el cuadro.
—Sí, es el capitán Álvaro Ferrer.
—Y a su lado, el retrato de su
esposa… ¡encantadora!
—Sí, era muy hermosa. Mi abuela
siempre dijo que yo me parecía mucho a Doña Ángela de Samitier –sonrió—: misterios de la genética —“Como dos
gotas de agua”, juzgó el hombre—. Y… ¿jamás recibió esta carta? —inquirió.
—No, Doña Ángela nunca la
recibió. Hemos averiguado que Don Pedro, a la muerte del capitán, debió
entregarla a su oficial superior, que la retuvo. En sus últimas horas, Don
Álvaro no era consciente de que el contenido de lo que dictaba documentaba la
intervención directa de España a favor de los revolucionarios americanos, un
año antes de que declarásemos la guerra a Inglaterra en junio de 1779, lo que, caso
de caer los despachos en manos enemigas, cosa no poco frecuente en aquella
época, habría dejado a nuestro país en una situación… comprometida: nuestra ayuda
en ese momento era encubierta —expuso el hombre—. No fue hasta cuatro años
después que Don Pedro, a su regreso, comunicó a su hermana la muerte de su
esposo.
—¡Qué horror! ¡Años sin saber la
suerte de su marido! ¡Debió de ser algo insufrible!
—La guerra, a veces, es cruel.
—¡La guerra siempre es cruel! —afirmó
la joven.
Y pasó un ángel...
El hombre cerró
su cartapacio tras introducir el documento y se levantó.
—Me marcho, Doña Ángela.
—Le acompaño. Por favor, llámeme Ángela,
sólo tengo treinta y seis —esbozó una sonrisa.
—La misma edad de su antepasada
cuando falleció el capitán.
—¿Me enviará copia de la carta?
—El Secretario del Museo le
remitirá facsímil, me aseguraré de ello. Para su hallazgo y para nuestra
investigación, han sido de inestimable ayuda su archivo y correspondencia familiares.
Le estamos profundamente agradecidos por darnos acceso a ellos.
Ella abrió la puerta. El hombre
tomó su mano e inclinó la cabeza. La joven sonrió.
—Muchas gracias, señor Llanes.
—Las que Vd. se merece, Do…
Ángela —y se dio la vuelta.
El hombre bajó apresurado los
escalones.