sábado, 9 de junio de 2018

LA CARTA


Un hombre apresurado subió los escalones.

Toc, toc... Silencio. Toc, toc, toc... Silencio. Pam, pam, pam... Tres manotazos bien dados al portón. Pasos rápidos. Mirilla. Exclamación.

—¡Oh, señor Llanes! ¡Es usted!

Cerrojo, cerrojo, llave, dos vueltas, chirridos. Se abrió la puerta y una mujer apareció en el umbral.

—¡Discúlpeme, señor Llanes! Estaba traspuesta…, pero, ¿se encuentra bien?

El hombre bajito, enjuto, demacrado, sólo consiguió jadear:

—La encontré…, la encontré...

Inesperadamente empujó la puerta abriéndola de par en par y pasó como un huracán junto a la mujer. Ésta la cerró y le siguió.

Lo encontró en la biblioteca, ya sentado a la mesa, con un pequeño cartapacio sobre el que apoyaba sus manos enguantadas. Y unas gafas sobre su nariz.

—¡Doña Ángela, encontré la carta! —exclamó en cuanto ella se sentó.

Abrió el cartapacio, dentro había una carpeta de cuyo interior extrajo un papel amarillado.

—La amabilidad del Secretario me permite traerle el original, como favor a su persona —apuntó una sonrisa—. Leo sin más preámbulos.


Amada Ángela

Siempre permaneces en mi pensamiento, tú y los niños.
Dos años han pasado desde que partimos de España, uno desde que, comisionados por Don Bernardo, arribamos a estas tierras de nombres tan sonoros, Las Carolinas, la Virginia, Pennsylvania y ahora Nueva Jersey.
Campiñas, montes, bosques, ¡qué verdor! ¡Cuánto me recuerdan nuestros valles allá los Pirineos, la Val d’Echo, el Aragón!
Jamás pensé que esa enrevesada lengua de los ingleses, que aprendí años atrás mientras fui su prisionero, me haría merecedor de esta encomienda, aplicarnos al servicio de la revolución americana y de su comandante, George Washington, para servir así a nuestro Señor, Su Majestad el Rey.
Mi estimado Pedro… sirve de escribano para hacerte llegar estas letras que le dicto, yo no puedo, estoy agotado, ha sido un largo día, un calor insoportable…
El Ejército Continental al mando del General Washington ha librado y ganado hoy una batalla más contra los ingleses comandados por Clinton y Cornwallis, y, para mí, ha sido la última.
Siempre he cumplido mi deber sin vacilación, aún a riesgo de mi vida.
Militar soy, en mi alarde muchas campañas llevo, tantas balas han silbado en derredor nuestro y tantas ocasiones salimos indemnes…hasta ahora.
Fusileros reales han dirigido fuego hacia los oficiales que asistíamos al General, mientras mandaba en persona las tropas que contenían el ataque de los ingleses, para permitir a los hombres de Lee cruzar el Ravine y tomar nuevas posiciones, y allí fue, una bala perdida
El General me ha visitado, y me ha dado las gracias… ¡por recibir una bala en su lugar! ¡Qué gran hombre…!
Un honor inmerecido…, a cualquiera puede alcanzar una bala…, le he contestado. Me ha enviado sus médicos, pero…nada pueden hacer.
Un capellán francés me ha puesto en paz con Dios.
Mi servicio en estas Américas llega a su fin, no como yo quería, regresando al hogar, a tu compañía y la de nuestros hijos.
No llores por mí, no sientas pena, te lo suplico. Estoy orgulloso de formar parte de esta revolución, de personas y de ideas.
Vida, libertad, búsqueda de la felicidad, derechos los nombra su Declaración de Independencia, derechos que todos poseemos, dicen.
Amor mío, vivir con plena libertad… mi vida a tu lado…, ésa ha sido mi felicidad…
¡Siempre te amaré!

Álvaro Ferrer y Sanvicente
Monmouth, 28 de junio de 1778


El hombrecillo alzó la cabeza, contempló cómo la mujer secaba sus lágrimas con un pañuelo.

—No llore, Doña Ángela.

—Lo siento, no puedo evitarlo.

—Lo comprendo —dijo, mientras afinaba la vista para observar dos retratos en la pared.

Un hombre de pie, uniforme militar, pose serena, pero determinación en su rostro, como si al instante fuera a salir de la pintura.

El otro, una mujer sentada, muy bella, lucía una plácida sonrisa. El hombrecillo contemplaba el retrato, en él veía la mujer que tenía frente a sí. “Increíble”, pensó.

—El militar del cuadro, es el capitán, ¿verdad?

La mujer miró el cuadro.

—Sí, es el capitán Álvaro Ferrer.

—Y a su lado, el retrato de su esposa… ¡encantadora!

—Sí, era muy hermosa. Mi abuela siempre dijo que yo me parecía mucho a Doña Ángela de Samitier  –sonrió—: misterios de la genética —“Como dos gotas de agua”, juzgó el hombre—. Y… ¿jamás recibió esta carta? —inquirió.

—No, Doña Ángela nunca la recibió. Hemos averiguado que Don Pedro, a la muerte del capitán, debió entregarla a su oficial superior, que la retuvo. En sus últimas horas, Don Álvaro no era consciente de que el contenido de lo que dictaba documentaba la intervención directa de España a favor de los revolucionarios americanos, un año antes de que declarásemos la guerra a Inglaterra en junio de 1779, lo que, caso de caer los despachos en manos enemigas, cosa no poco frecuente en aquella época, habría dejado a nuestro país en una situación… comprometida: nuestra ayuda en ese momento era encubierta —expuso el hombre—. No fue hasta cuatro años después que Don Pedro, a su regreso, comunicó a su hermana la muerte de su esposo.

—¡Qué horror! ¡Años sin saber la suerte de su marido! ¡Debió de ser algo insufrible!

—La guerra, a veces, es cruel.

—¡La guerra siempre es cruel! —afirmó la joven.

Y pasó un ángel...

El hombre cerró su cartapacio tras introducir el documento y se levantó.

—Me marcho, Doña Ángela.

—Le acompaño. Por favor, llámeme Ángela, sólo tengo treinta y seis —esbozó una sonrisa.

—La misma edad de su antepasada cuando falleció el capitán.

—¿Me enviará copia de la carta?

—El Secretario del Museo le remitirá facsímil, me aseguraré de ello. Para su hallazgo y para nuestra investigación, han sido de inestimable ayuda su archivo y correspondencia familiares. Le estamos profundamente agradecidos por darnos acceso a ellos.

Ella abrió la puerta. El hombre tomó su mano e inclinó la cabeza. La joven sonrió.

—Muchas gracias, señor Llanes.

—Las que Vd. se merece, Do… Ángela —y se dio la vuelta.

El hombre bajó apresurado los escalones.